MIME-Version: 1.0 Content-Type: multipart/related; boundary="----=_NextPart_01D623BD.92885E50" Este documento es una página web de un solo archivo, también conocido como archivo de almacenamiento web. Si está viendo este mensaje, su explorador o editor no admite archivos de almacenamiento web. Descargue un explorador que admita este tipo de archivos, como Windows® Internet Explorer®. ------=_NextPart_01D623BD.92885E50 Content-Location: file:///C:/D169B22F/07NilsonArielEspino.htm Content-Transfer-Encoding: quoted-printable Content-Type: text/html; charset="windows-1252"
Teorizando
una ciudad más humana
Nilson
Ariel Espino1,2*
1Investigador Asocia=
do,
Universidad Católica Santa María La Antigua
2Presidente, SUMA
Arquitectos
*Autor para
Correspondencia. E-mail: =
naespino@grupo-suma.com
Recibido: 11 de marzo de 2020
Aceptado: 30 de marzo de 2020
___________________=
___________________________________________________________
En
estos tiempos, teorizar sobre una sociedad más humana implica, inevitableme=
nte,
teorizar sobre una ciudad más
humana. Según las Naciones Unidas,=
para
el año 2030, la mayoría de la población mundial vivirá en centros urbanos,
culminando el proceso sostenido de urbanización que ha caracterizado la
historia de la humanidad de los últimos 200 años (UN- HABITAT 2008, 4). La mayoría de los retos que enfrenta el=
ser
humano hoy en día –la crisis ambiental, las desigualdades sociales, la
violencia- encontrarán su solución en las ciudades, o no las encontrarán del
todo. Las sociedades exitosas se h=
arán
realidad, fundamentalmente, en ciudades exitosas. El futuro del mundo es un futuro urbano=
(Ángel
2012).
Teorizar la ciudad
humanizada puede ser, sin embargo, tan difícil como describir la sociedad
ideal. Afortunadamente, se han hec=
ho importantes
avances en este tema recientemente y, en todo caso, la tarea es ahora
ineludible. Cuando inicié mis estu=
dios
universitarios de urbanismo hace más de 20 años, entré al salón de clases c=
on
grandes expectativas sobre teoría urbana.
Esperaba discusiones profundas sobre los males urbanos, las obvias
crisis del urbanismo, y las soluciones más ilustradas a estos problemas.
En otros cursos más
especializados, la ciudad se abordaba a través de teoría funcional. Aquí la ide=
a era
entender el funcionamiento de distintos aspectos del desarrollo urbano: el
transporte motorizado, el medio ambiente o el mercado de bienes raíces. Las teorías procesuales y funcionales s=
on, por
sí solas, insuficientes.
Es entendible por q=
ué las
teorías normativas escaseaban en esos años.
En occidente, hemos vivido por más de un siglo bajo los ideales del
pluralismo, la democracia y la tolerancia.
Tendemos a defender la idea de que las metas del desarrollo deben sa=
lir
del debate democrático y la participación ciudadana. El urbanista no tiene por qué “imponer”=
su
punto de vista. Es lógico, entonce=
s, que
se guarde sus “preferencias” y se convierta más bien en un especialista del
proceso de ayudar a los ciudadanos a ponerse de acuerdo. Por otra parte, en las últimas décadas,=
los
gobiernos han optado por dejar muchas decisiones en manos del “mercado”.
Hoy en día, el deba=
te
sobre los valores en los que se sustenta el desarrollo urbano y social se ha
tomado ya la tarima principal. Pas=
ada el
destructivo conflicto ideológico de la Guerra Fría, y retomando el pensamie=
nto
de tantos críticos de la sociedad industrial, hay hoy un consenso extendido
sobre la necesidad de examinar en profundidad los fines del llamado “progre=
so”
y del “desarrollo”. Se habla del
“fetiche” del crecimiento (Hamilton 2003), y de la conveniencia de volver a=
los
debates filosóficos milenarios sobre la felicidad humana y los fines de la =
vida
social (Sen y Kliksbe=
rg
2009; =
Skidelsky
y Skidelsky 2013). La crisis ambiental, la violencia urban=
a y
los estragos de la desigualdad social son problemas urgentes, no los soluci=
ona
un PIB ascendente, y no se mejoran necesariamente tampoco con más debate. Muchas soluciones ya se conocen o se
vislumbran, pero no hay voluntad política para ponerlas en práctica. Nuestros problemas nos son principalmen=
te
tecnológicos o de ignorancia, sino éticos.
Tenemos la urgente necesidad de llegar a consensos amplios sobre las
metas de la vida social en el mundo, y de utilizar nuestros recursos
institucionales (gobiernos, organizaciones, comunidades, mercados) para
lograrlos.
En el mundo del
urbanismo, la teoría normativa fue abordada de manera magistral por Kevin L=
ynch
en su libro “La buena forma de la ciudad” (Lynch 1985), titulada originalme=
nte
en inglés, “Una teoría de la buena forma de la ciudad” (“A Theory of Good C=
ity
Form”), y que es uno de los textos más importantes del siglo XX sobre la ci=
udad
moderna. En él, Lynch aboga por at=
ender
los temas éticos de forma explícita, puesto que siempre están presentes de
cualquier forma:
Las decisiones sobre
política urbana, asignación de recursos, traslados o formas de construcción=
deben referirse a pautas sobre lo =
bueno
o lo malo. Ya sean a corto o a lar=
go
plazo, amplios o limitados a los intereses personales, implícitos o explíci=
tos,
los valores son un ingrediente inevitable en las decisiones. Si no se tiene en vista alguna mejora, =
toda
acción es perversa. Si no se examinan los valores, éstos pueden acabar
resultando peligrosos. (Lynch 1984, 9. Traducción propia.)
Lynch no solo inten=
tó
establecer una teoría normativa del urbanismo, sino que también reveló la
artificialidad de la división entre teorías funcionales, procesuales y
normativas. Toda teoría funcional =
tiene
valores éticos de base. Aunque sólo
pretendamos “describir”, la decisión de qué
describir es en sí moral, y delimita la discusión posterior y el estudio de=
las
alternativas de solución. Si un es=
tudio
de movilidad urbana se concentra únicamente en la congestión vehicular, des=
favorece
a los andan a pie, puesto que deja ese tema a oscuras y prácticamente garan=
tiza
que no se tome en cuenta. Con las =
teorías
procesuales pasa lo mismo. El deba=
te
“racional” asume igualdad entre las partes, lo cual es iluso si las decisio=
nes
normalmente las toma un “mandamás” o una clase social determinada. Tratar de hacer planificación urbana ig=
norando
las estructuras específicas de poder de una sociedad es condenar el ejercic=
io a
la irrelevancia.
A la hora de teoriz=
ar, y
después de una revisión detallada de antecedentes y propuestas previas por =
otros
autores, Lynch llegó a seis dimensiones básicas de toda buena ciudad:
vitalidad, sentido, adecuación, acceso, control y eficacia/justicia. Si la lista parece un tanto abstracta, =
es
porque lo es intencionalmente. Lyn=
ch
aspiraba a establecer una teoría universal, que pudiera tener aplicaciones =
en
una diversidad de situaciones y con relación a una diversidad de problemas.=
La parte tercera del libro la dedica
precisamente a aplicar la teoría a cuatro temas concretos de frecuente deba=
te
entre urbanistas: el tamaño ideal de una ciudad, la conservación de áreas
históricas, las densidades, y el diseño urbano.
El ejercicio es
extraordinario por su capacidad de integrar ideas, estimular el debate y
resumir conocimientos y perspectivas sobre el urbanismo en general. Al apuntar tan alto, sin embargo, el pr=
oyecto
pierde fuerza y relevancia práctica. Ya
desde los años del libro de Lynch (1981), las teorías universalistas en las
ciencias sociales habían comenzado a perder su reputación y autoridad. Algunos autores importantes insistieron=
en el
proyecto (en arquitectura y urbanismo, por ejemplo, resalta el notable trab=
ajo
de Amos Rapoport [1990]), pero hacia la década de 1990 la tendencia era hac=
ia
la elaboración de teorías muchos más contextuales, es decir, ajustadas a un
momento, lugar y problema determinado. =
span>Se
llegó a la conclusión que todo punto de vista era la vista desde un punto, =
y que,
al moverse el punto, cambiaba también la vista.
Un esfuerzo como el de Lynch era, de forma inevitable, falsamente
universal, pues, por más que lo intentara, era imposible que su trabajo no
estuviera demarcado por las preocupaciones y perspectivas de un académico
estadounidense de finales del siglo XX.
Esto no necesariamente restaba méritos a este tipo de trabajo, pero =
sí
desinflaba sus pretensiones.
Los abordajes teóri=
cos
alternativos vinieron de la mano de pensadores como Michel Foucault (1997),
quien abogó por estudiar la historia de los problemas, esquemas de pensamie=
nto
y preocupaciones de nuestra época. Con
sus conceptos de “genealogía” y “problematización”, Foucault instaba a
descubrir en la investigación histórica cuándo algo se convierte de pronto =
en
un “problema” que requiere atención, es decir, cuándo una sociedad se enfre=
nta
a retos nuevos que la obligan a cambiar su forma de pensar y de
organizarse. Al estudiar estos mom=
entos
de transición, se aclara, primero, que el problema no necesariamente ha
existido siempre y, segundo, que su surgimiento está ligado a un tipo de cr=
isis
y contradicción que de ahora en adelante atosiga a la sociedad (y que no
necesariamente tiene una solución definitiva).
En urbanismo, este =
tipo
de enfoque ya tenía antecedentes importantes en la obra de Hans Blumenfeld,
otro de los grandes pensadores de la ciudad del siglo XX (y de gran influen=
cia sobre
Lynch). Para Blumenfeld, el planif=
icador
urbano tenía que entender el origen de los retos urbanos que enfrentaba, y =
lo
que deparaban las relaciones entre los grupos sociales urbanos que interact=
uaban
en su presencia.
La tarea del planif=
icador
urbano es anticipar las necesidades de todas estas unidades [sociales] y de
coordinar los medios para satisfacerlas.
Esto solo lo puede hacer, si es capaz de captar no solo las cambiant=
es intenciones
de los hombres, sino también las tendencias básicas que determinan esos
cambios. Debe ser capaz de entende=
r las
siempre cambiantes relaciones de las fuerzas sociales, y el ambiente físico=
en
el que operan. Esencialmente, esto=
es un
abordaje histórico. Aunque el
planificador no tiene que ser un historiador, debe tener sensibilidad histó=
rica,
pues es dudoso que pueda adquirir este entendimiento fundamental sin conoci=
mientos
de historia, especialmente de la historia de su propio campo, la historia de
las ciudades. (Blumenfeld 1971, 17. Traducción propia.)
Los análisis, y
prescripciones, de Blumenfeld siempre estuvieron enmarcados por esta concie=
ncia
del carácter único de la metrópolis moderna, de sus orígenes históricos, y =
de la
originalidad de sus retos. Blumenf=
eld
echaba mano de la historia para explicar cómo habíamos llegado a donde esta=
mos,
lo cual de paso servía para entender mejor las dinámicas sociales que forma=
n la
ciudad, y proyectar las transformaciones por seguir.
El enfoque históric=
o es
capaz no solo de iluminar los problemas urbanos modernos, sino también los
esquemas intelectuales que usamos para analizarlos. Asume que no hay un punto “neutral” de =
donde
podemos observar la ciudad, puesto que las categorías y conceptos de anális=
is
urbanísticos también son históricos, es decir, hijos de nuestras preocupaci=
ones
del hoy y del aquí. Toda teoría es,
entonces, parcial y contextual. La=
s seis
dimensiones de la buena ciudad de Lynch bien podían ser tres, o doce. Todo depende de nuestro punto de
partida. Por otra parte, las ciuda=
des
son tan complejas, que las descripciones (y las correspondientes prescripci=
ones)
variarán también según éste. La
antropóloga Lisa Peattie (1981) comparaba el análisis del desarrollo social=
con
el intento de describir un elefante en un cuarto oscuro. A pesar de que el animal es uno solo, t=
enemos
que comenzar la descripción por alguna parte, puesto que no tenemos acceso =
a la
visión integral. Tocamos primero la
trompa, quizás, la cual está conectada a la cabeza, y de ahí al cuerpo. Cuando llegamos al final, debemos recor=
dar
dónde comenzamos para poder generar una idea completa. El proceso es el mismo si comenzamos po=
r la
cola, o la oreja (lo cual también es válido).
El número de “partes” del elefante, y el énfasis que le demos a cada
una, variará según el observador. =
El
procedimiento contrario sería asumir que tenemos una teoría “objetiva” del
elefante, y estructurar el análisis a partir de ahí. Pero en ese caso, podemos perder de vis=
ta al
verdadero elefante. La teoría cobra
protagonismo, y el animal es obligado a ajustarse a ella. La verdadera relación entre las partes =
se oculta. En una ciudad moderna, un análisis del
transporte nos lleva inevitablemente a una evaluación de la vivienda y los
centros de trabajo -su tipo, usuarios y ubicación- y viceversa. Evaluar los problemas ambientales nos o=
bliga
a ver el transporte, lo cual nos lleva de vuelta a las actividades
urbanas. Y así sucesivamente. La ciudad es una gran tela, compuesta p=
or
muchos hilos interconectados. Pode=
mos
halar cualquier hilo para examinarlo más de cerca, pero tarde o temprano nos
traemos encima la tela entera.
Con este espíritu, =
paso a
describir los que son, en mi opinión, los principales retos de una ciudad m=
ás
humanizada hoy. Los temas escogido=
s son
tentativos, y el orden es también arbitrario.
Podrían ser otros, como también podrían ser más y, en todo caso, se
traslapan entre sí de muchas formas. El
punto de vista es el de un urbanista que vive y trabaja en la ciudad de Pan=
amá,
y que toma el urbanismo latinoamericano como gran marco de referencia. Para beneficio del análisis, haré alusi=
ón a algunos
antecedentes históricos de los problemas, tratando de identificar orígenes y
puntos de inflexión. Este es el ca=
mpo
que habría que explorar si fuéramos a tener una discusión de corte normativo
sobre la ciudad de hoy.
1 Salud pública y servicios básicos
Este apartado corre=
sponde
a la dimensión de “vitalidad” en el esquema de Lynch. Se trata de la provisión de infraestruc=
tura y
condiciones básicas para poder llevar una vida urbana (¡y rural!) digna y
saludable: provisión de agua potable en los lugares de residencia y trabajo,
alcantarillado sanitario, disposición adecuada de desechos sólidos, electri=
cidad
y calles de acceso. Como indica Pe=
ter
Hall (2002), el urbanismo moderno surgió precisamente en respuesta al desas=
tre
de la ciudad industrial decimonónica, donde eran carencias de este tipo las=
que
definían la realidad de los barrios obreros y sus extensos paisajes urbanos=
de suciedad,
insalubridad, contaminación y hacinamiento.
La ciudad moderna es diferente a todas sus predecesoras en virtud, e=
ntre
otras cosas, de su tamaño. Si bien=
las
ciudades de Europa (y sus colonias) carecieron de acueductos y alcantarilla=
dos
entre la caída de la Roma imperial y el siglo XIX, la ciudad medieval y
renacentista era lo suficiente pequeña para poder absorber sus propios
desechos, suplirse localmente de agua y desahogarse con su campiña
circundante. Todo esto hizo crisis=
con
la revolución industrial y la migración masiva de obreros a ciudades que ah=
ora
contaban su población en millones y su extensión en kilómetros cuadrados. La correspondiente revolución en los si=
stemas
de infraestructura urbana es uno de los grandes capítulos de reforma social=
de
la era moderna.
Los servicios básic=
os son
abordados por Naciones Unidas en sus “objetivos del desarrollo del milenio”,
específicamente en su objetivo 7, donde se plantea la necesidad de mejorar =
las
condiciones de vida en los barrios marginales del mundo. Para Naciones Unidas, un barrio “margin=
al”
urbano es aquel que donde la vivienda es precaria, excesivamente pequeña y
hacinada, carece de servicios de agua potable y alcantarillado sanitario, y=
no
tiene tenencia segura. Estamos hab=
lando,
pues, del clásico barrio “informal” latinoamericano, conocido, dependiendo =
del
país, como “barrio brujo”, “favela”, “villa miseria”, “rancho” o “campament=
o”, entre
otros.
La necesidad de ate=
nder
estos temas es, a estas alturas, indiscutible.
Sin embargo, es sorprendente (y ciertamente descorazonador) constatar
cuántas carencias todavía sufren en esta dimensión un enorme número de fami=
lias
en América Latina que viven en ciudades que continuamente se presentan como=
“de
clase mundial” en virtud de sus modernos centros comerciales o torres de
oficina. Un periodista conocedor d=
e la
realidad africana señalaba hace años que, en su experiencia, había cinco co=
sas
que todo país africano mal gobernado quería tener para mejorar su imagen: un
aeropuerto internacional, un palacio presidencial, una calle pavimentada (y
flanqueada por palmeras) que conectara el palacio con el aeropuerto, una re=
d de
telefonía celular, y una fábrica de cerveza (Knickmeyer 2009). Lamentablemente, esta mentalidad farole=
ra es
bastante extendida en nuestra región también.
Quizás estemos en presencia de una nueva civilización el día que el
prestigio mundial de una ciudad dependa más de su cobertura de agua potable=
(24
horas al día, a todos sus ciudadanos) que de la altura de sus torres de vid=
rio.
El tema de
infraestructura básica puede extenderse sin mayor problema a otros tipos de
instalaciones públicas que mejoran la calidad de vida de los ciudadanos, ta=
les
como parques y áreas verdes, así como escuelas, bibliotecas o centros
comunitarios, culturales o de salud. La
provisión de áreas verdes y recreativas en las ciudades es otra obsesión
temprana del urbanismo moderno, y otra respuesta a la mancha urbana
interminable que alejaba la naturaleza y la desaparecía de la vista. La adecuada y creativa inclusión de áre=
as
verdes y recreativas públicas en el tejido urbano no es lujo, sino una
necesidad de nuestros tiempos, y una acción que beneficia a todas las clases
sociales, en especial a las clases populares, que no pueden costearse espac=
ios
verdes o complejos deportivos privados.
2 Vivienda, segregación urbana y segurid=
ad
El debate sobre la
provisión de vivienda digna y adecuada para la población urbana es un debat=
e ya
de varias décadas de edad en América Latina.
Lamentablemente, no estamos mucho más cerca de políticas efectivas.<=
span
style=3D'mso-spacerun:yes'> Un estudio en la ciudad de Sao Paulo (u=
na de
las metrópolis más grandes del mundo) encontró que el 50% de las viviendas
producidas por el sector privado en el año 2006 estaban destinadas al 3.8% =
de
la demanda (el estrato más pudiente) mientras la producción para el 65% más
bajo fue prácticamente nula (Haddad y Pires Mayer 2009). Estos son resultados bastante típicos.<=
span
style=3D'mso-spacerun:yes'> Sabemos que, en promedio, la industria
privada de la región construye quizás para la mitad de la demanda, y comúnm=
ente
para solo el tercio superior. En un
estudio del Banco Interamericano de Desarrollo de 41 ciudades latinoamerica=
nas,
el porcentaje de hogares que no podían comprar la casa más barata del merca=
do
variaba entre el 29% (San José) y el 80% (Caracas), con un promedio de 54%
(Bouillon 2012, p. 76). Es fácil
aproximar el nivel de exclusión social del mercado de la vivienda al ver las
proporciones de vivienda informal urbana.
Según las Naciones Unidas, el 24.7 % de la población urbana en la re=
gión
vivía en “barrios marginales” en el año 2007, es decir, en barrios que con =
toda
probabilidad se construyeron precariamente sobre invasiones de tierra
(UN-HABITAT 2008, 178). En algunos
países, los porcentajes eran mucho mayores, como era el caso de Bolivia (48=
.8
%), Guatemala (40.8 %), o Perú (36.1 %).
En estimados más recientes, elaborados con datos del 2010, encontram=
os
que el 41% de la vivienda de la región metropolitana de Panamá se iniciaron=
de
manera informal. Que un porcentaj=
e tan
alto de los hogares se vea obligado a construirse una choza sin servicios s=
obre
tierras ajenas para alojarse en la ciudad es claramente indicativo de una
política urbana fracasada e insostenible.
En un escenario así=
, el
Estado tiene una responsabilidad ineludible, ya sea como productor, o como
facilitador de la producción de viviendas de bajo costo. A este respecto, las experiencias adqui=
ridas
desde los años 50 del siglo pasado son valiosas y aleccionadoras. Hemos experimentado con una lista de mo=
delos
de precio decreciente: comenzamos con viviendas y apartamentos terminados, =
para
seguir con diferentes modalidades de “vivienda progresiva”, terminando con
proyectos “piso y techo” y, finalmente, “lotes servidos”. Cada uno de estos modelos tenía la capa=
cidad
de incrementar el número de beneficiados, garantizar servicios adecuados a =
la
población y procurar un crecimiento urbano ordenado. La razón por la cual este tipo de proye=
ctos
no se han continuado a la escala adecuada a lo largo del tiempo es evidente=
: la
reticencia de los gobiernos a intervenir demasiado activamente en los merca=
dos
del suelo. Hacer vivienda popular =
no es
el problema; el problema es dónde=
i>
hacerla. Cuando los gobiernos care=
cen de
tierras urbanas para estos proyectos (una situación común), tiene que
expropiarlas a sus dueños, lo cual es políticamente inaceptable para ciertas
administraciones. Hay mecanismos
alternativos para hacerse con tierra pública urbana o procurar vivienda soc=
ial,
tales como las políticas de “vivienda incluyente” (Calavita y Mallach 2010),
“reajuste de suelo” (Hong y Needham 2007), o expropiación por deuda de
impuestos prediales, pero todos requieren gobiernos activos, decididos y
comprometidos con el bienestar de las mayorías urbanas. Las mismas disyuntivas se presentan a l=
a hora
de garantizar tierra para parques y otros fines públicos.
En años recientes, =
el
tema de la crisis habitacional se ha visto complementada con la discusión s=
obre
segregación urbana y la criminalidad. La
pobreza urbana no solo se manifiesta hoy en términos de barrios precarios e
ilegales, sino también en términos de barrios distantes, aislados y
peligrosos. El tema de la localiza=
ción
de la vivienda popular apenas se ha comenzado a discutir de manera responsa=
ble
(Espino 2015). Aun cuando los Esta=
dos
son capaces de garantizar una producción adecuada de vivienda asequible (o
lograr que el sector privado lo haga), ésta tiende a ubicarse en la perifer=
ia
de las ciudades, lejos de los puestos de trabajo y de servicios urbanos
importantes, lo cual impone a sus ya vulnerables residentes significativos
costos adicionales en tiempo y dinero.
En Chile, donde el sector privado ha sido relativamente efectivo
produciendo viviendas a costos bajos, la segregación social y la expulsión
urbana de la vivienda popular han empeorado (Smolka y Sabatini 2007).
A esta problemática=
, se
suma el tema de la inseguridad. El
ciudadano de bajos ingresos de las ciudades latinoamericanas de hoy no solo
vive en viviendas improvisadas y sin servicios urbanos, sino también en bar=
rios
dominados por pandillas, donde la policía rara vez entra o es rara vez efec=
tiva. Los estudiosos que le han seguido la pi=
sta a
la suerte de las grandes masas urbanas de la región, dan cuenta de un cambio
importante en el carácter de los barrios populares (e.g., Perlman 2010;
Rodgers, Beall y Kanbur 2012). En =
las
primeras décadas de la oleada informal, el principal problema de los poblad=
ores
era encontrar tierra para sus viviendas, no ser desalojados por las
autoridades, y conseguir servicios urbanos de parte de los gobiernos. Las comunidades se organizaban para enf=
rentar
a las administraciones públicas y llevar a cabo obras barriales, trabajaban
duro para mejorar sus condiciones de vida y establecían una base segura para
poder integrarse a la economía urbana.
La mayoría de los pobladores provenían del campo, y la mudanza a la
ciudad representaba, a pesar de las indudables dificultades, una mejoría con
relación a la pobreza rural. Las
barriadas informales latinoamericanas se llegaron a llamar “los tugurios de=
la
esperanza” y, en retrospectiva, podríamos caracterizar a esos años como la
“etapa heroica” del movimiento habitacional informal.
En contraste, las
actuales generaciones de residentes e “invasores” (hijos y nietos de los
pioneros) nacieron en la ciudad, y su punto psicológico de partida no es el
mundo de subsistencia rural, sino la inestable economía urbana. A lo largo de las “décadas perdidas” de=
la
economía de la región, han tenido que luchar en mercados laborales que pagan
mal y tampoco garantizan ingresos o empleos permanentes, y no necesariamente
han visto sus condiciones mejorar sustancialmente con el tiempo. Mientras tanto, ha surgido una nueva y
poderosa fuente de ingresos que les permite a algunos acceder al paraíso de=
l consumo
que la sociedad promueve por doquier: el tráfico de drogas. Como resultado, hemos presenciado una
proliferación de pandillas en los barrios populares (antiguos y nuevos),
dedicadas a la distribución de drogas y otras actividades criminales, y que=
adoptan
sus respectivos barrios como territorio controlado y base de operaciones. Cual autoridades formales, cobran “tasa=
s”
para operar negocios o circular después de ciertas horas, y los tiroteos con
otras bandas cobran vidas inocentes entre los vecinos. En algunas ciudades, las áreas controla=
das
por pandillas alojan millones de personas. En años recientes, ciudades de
Centro y Suramérica han sido clasificadas entre las más peligrosas del mund=
o.
Este es un reto
fundamental, pues no puede haber ciudades exitosas sumergidas en la
inseguridad. Las causas (y sus soluciones) están, como hemos comentado,
principalmente en el ámbito de la economía urbana, pero no ayuda que escase=
e la
vivienda decente y asequible, o que los barrios populares estén aislados de=
l resto
de la ciudad. La forma excluyente =
en que
se construyen las ciudades latinoamericanas, la segregación sistemática de =
los
más pobres y la condición paupérrima de los barrios populares contribuyen a
crear un terreno fértil para la violencia urbana (UN-HABITAT 2011). En estas variables, el urbanista tiene =
mucho
que aportar.
3 Transporte y movilidad urbana
Los problemas de
movilidad urbana que sufren las ciudades latinoamericanas son, hasta cierto
punto, problemas urbanos universales (Downs 2004). Toda ciudad en crecimiento tiende a suf=
rir de
congestión vehicular, y la única receta infalible a la congestión es una cr=
isis
económica, es decir, cuando una ciudad comienza a perder pasajeros, vehícul=
os y
gente. El reto principal es encont=
rar la
manera más eficiente de mover esa creciente población, y a este respecto la
mejor solución es invertir en sistemas adecuados y masivos de transporte
público. Ya ni en EEUU (el paraíso
mundial del carro privado) sobrevive la fantasía de que es suficiente const=
ruir
más calles para resolver el problema.
Sabemos que los carros necesitan calles, pero que, a su vez, las cal=
les
estimulan la compra de más carros, y al final entramos en un impagable ciclo
vicioso. Para estacionarse, un aut=
omóvil
ocupa alrededor de 25 m2 de espacio, lo cual equivale al metraje=
en
el que viven cinco personas en Nairobi, tres personas en Hong Kong, y una
persona en Amsterdam (UN-HABITAT 1996, 197-199). Con frecuencia, esta vivienda (o sala-=
comedor)
sobre ruedas transporta, irracional y cotidianamente, a una sola persona de=
la
casa al trabajo. Alrededor del 30%=
de la
superficie de las ciudades de EEUU está dedicado a estacionamientos, y el
espacio ocupado por calles y parqueos es el doble que en Europa y, sin emba=
rgo,
la congestión persiste (Cervero 1998, 47-48).
Como dicen en inglés, you ca=
n’t
pave your way out of congestion (no se puede pavimentar una salida a la
congestión).
Los sistemas de
transporte público pueden usar hasta 50 veces menos superficie de calle que=
los
automóviles privados para mover la misma cantidad de pasajeros, pero para
funcionar, requieren una ciudad diseñada a su medida (Cervero 1998). Las viviendas y puestos de trabajo deben
estar relativamente concentrados, y a distancia caminable de las estaciones=
o
paradas. Debe haber aceras por don=
de
caminar, y el servicio debe ser regular y confiable. Las ciudades latinoamericanas han comen=
zado a
invertir en sistemas relativamente sofisticados de transporte masivo
(subterráneos, buses articulados en carriles exclusivos, trenes ligeros, et=
c.),
pero la planificación urbana que debe acompañar a estos procesos tiende a e=
star
rezagada (la excepción es Curitiba, en Brasil, que es un ejemplo para el
mundo).
En la región, sin
embargo, el problema del transporte urbano no es solo un tema de congestión,
sino también de equidad. Todos los
ciudadanos sufren, pero unos sufren mucho más que otros. En el año 2009, dirigí una encuesta a n=
ivel
metropolitano de la ciudad de Panamá, con el propósito de estudiar las
diferencias en los tiempos de traslado al trabajo entre familias de bajos
ingresos que viven en el centro urbano y aquellas que viven en la periferia
(Espino et al. 2011). Panamá conce=
ntra
casi el 90% de sus empleos en el 4% de la superficie de la región urbana. En esta zona central, reside el 25% de =
su
población, incluyendo casi la totalidad de sus residentes más pudientes.
4 Medio ambiente
He ubicado este tem=
a de
último no porque sea menos importante, sino porque está parcialmente conten=
ido
en los anteriores. La calidad del =
medio
ambiente depende críticamente de la condición y cobertura de la infraestruc=
tura
urbana. La conservación de áreas v=
erdes
depende de las políticas de suelo. La
contaminación depende de manera especial del tipo y tamaño de la flota
vehicular. Una ciudad sostenible es
aquella donde la planificación garantiza la conservación de las áreas
ambientalmente importantes, donde los desechos se reciclan y se absorben, y
donde la población se moviliza sin contaminar.
El fracaso de buena parte de la humanidad (en especial, por supuesto=
, de
aquella minoría que detenta el poder político y económico) en controlar la
emisión de gases de efecto invernadero a la atmósfera ha creado un nuevo re=
to
que todas las ciudades ya están enfrentando y que van a empeorar en los
próximos años: crecientes niveles del mar y climas más severos. Esto tendrá que formar parte ahora de la
agenda urbanística, no digamos ya de una ciudad más humana, sino simplement=
e de
una ciudad que quiera seguir en pie.
Esta breve exposici=
ón de
temas álgidos es, necesariamente, incompleta y parcial. Creo, sin embargo, que un debate que ab=
orde
de manera responsable los temas de servicios urbanos, vivienda, transporte y
medio ambiente llegará bastante cerca de una visión humanista de la
ciudad. Este tipo de temario deber=
ía
informar la formación de urbanistas (al menos en la región) y los debates
públicos sobre la ciudad. La clave=
es
enfocarse no solo en la calidad de vida de manera general, sino también en =
la
equidad social, el cual es normalmente el tema en que Latinoamérica suele
obtener notas de fracaso.
En unos de sus nove=
las de
viajes, el escritor Roman Payne nos dice: “una ciudad te da regalos, otra te
roba. Una te da los afectos del co=
razón,
la otra destruye tu alma”. Hagamos=
más
de las primeras.
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Vol. 8, No. 2, Mayo - Agosto 2020
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